El día que mi queridísima hermana me llama por la mañana (bueno, a las 12 del mediodia) para preguntarme una cosa totalmente intranscendente, es el día en que yo tengo que tener una resaca descomunal habiéndome acostado a las 9 de la mañana. Desvelada, con la cabeza como un bombo, sudando como un pollo e incapaz de encontrar la postura en ese sofá que llamo cama desde hace un mes, no me ha quedado otra que agarrarme a una jarra de café y ponerme a escribir.
Así, de pedo.
Oh, escribir en bragas, liarse un cigarrillo, comerse los Special K directamente de la caja... qué estampa de malditismo.
Qué alta cotas de miseria alcanzadas.
Me siento como muy Courtney Love:
Dos ideas: una, si me pusiera rubia me convertiría en su hermana intelectual. Y dos: debería sacarme fotos en tetas y subirlas a twitter. Me sé de algunas que harían cualquier cosa para que les suban los followers, una tiene que estar dispuesta a vivir por su público, como Justin Bieber o Francisco Camps. Mierda, perdón, divago.
Si yo de lo que quería hablar en realidad no era de tetas, por una vez. De lo que quería hablar en este alcohólico/bucólico domingo por la mañana era del dolor.
Últimamente, por una serie de sucesos pseudo-místicos, voy alerta por la vida, buscando "señales" que me puedan indicar mi camino, o lo que está por acontecer. Todo comenzó porque me di cuenta de que tengo amigxs que siguen abriendo galletas de la fortuna en Facebook. Es como si aún siguieran jugando a FarmVille. Es tan del 2010...
Pero entonces, al leer los mensajes que las galletitas les daban, me di cuenta de que quizá estaba ignorando una fuente de sabiduría popular contemporánea que NO podía venir de la nada. Es decir: alguien ha tenido que diseñar esa aplicación. Alguien ha tenido que meter (y por tanto, buscar previamente) esas frases. Alguien ha tenido que diseñar un algoritmo para que cada vez que pulsas sobre la aplicación la galletica te dé un consejo brillante que te deje rayada el resto del día. Tiene que haber una fórmula guardada en la cabecita de alguna mente brillante que ha tenido en cuenta el número de personas que podrían usar la aplicación, el número de frases introducidas en ella, quizá una estadística de edad, sexo y nacionalidad para establecer un patrón de las etapas que atravesamos en la vida, para que las frases no se repitan o incluso lleguemos a empatizar con ellas, no descarto que se trate de un genio a la altura de Steve Jobs, Dimitri o John Ballan, y que también haya descubierto una fórmula para saber dónde vivimos y de qué color llevamos las bragas cuando usamos la aplicación. Bueno... Quien lleve bragas de ordinario, claro, que en este mundo tiene que haber de todo.
Total, que vuelvo a divagar. Al final, las galletitas y sus consejos debían ser tenidas en cuenta porque se basan en la grandiosa magia que nos rige a todos: ¡matemáticas! Y yo no soy temerosa de Dios, pero de las matemáticas, sí. Como todos los fieles, no entiendo un pavo de la cuestión y cuando me preguntan me hago el clítoris un lío y llego a callejones sin salida y para que no me rebatan me pongo garrula y apelo a la libertad religiosa, pero CREO en ellas.
Y todo este lío descomunal que me he armado para explicar, simple y llanamente, por qué estaba yo alerta para señales o estímulos que me pudieran iluminar en el arduo camino vital.
En fin. Las galletitas fueron el comienzo. Ayer intuía que algo iba a pasar, que algo transcendental tendría que aprender a lo largo del día para enfrentarme a un nuevo reto. Así que observé la forma de las nubes, leí todas las pintadas del metro, e intenté leer los posos de un café del Starbucks, pero se ve que en vaso de plástico la técnica no es aplicable.
Como pasa con todo en la vida, cuando ya me había olvidado del tema y no estaba desesperada como un mono enganchado al anís, fue cuando realmente recibí mi señal. Fue en la calle Montera, en un estudio de Piercing. Estaba un buen mozo perforándome la oreja, cuando vi el cartel que tenía colgado justo en la pared frente a mí, como si lo hubiera dejado para que yo encontrase mi respuesta mientras me sangraba el cartílago.
Enmarcada, y con graciosas gotitas de sangre cortesía de un diseñador gráfico con muy buen rollo, imagino, encontré mi consejo para la vida entera, mi verdad absoluta, que tanto se me había resistido:
"POR FAVOR, NO PREGUNTES SI DUELE.
EL DOLOR ES SUBJETIVO."
Fascinada por la sencillez pero la utilidad del mensaje (los límites nos los ponemos nosotras mismas, vaya), no me daría cuenta hasta unas horas más tarde, agarrada a un gintonic en la nocturnidad de un club, bailando por no desfallecer, que además, lo genial, lo fantástico de mi nuevo lema vital, es que es aplicable a todo...
Cuando mi gilipollismo natural me meta en otra espiral de autodestrucción depresiva, me diré: el dolor es subjetivo.
Cuando vuelva a tener otra resaca estratosférica como esta y no quiera ir a correr ni hacer pesas y por no hacer, no hacerme ni la comida, me diré: el dolor es subjetivo.
Cuando me suba a la bici y piense al segundo kilómetro en bajarme y tirarla por un terraplén, me diré: el dolor es subjetivo.
Cuando me encuentre con cualquier injusticia, en la calle o en el trabajo, que me haga daño, o cuando vuelva a correr delante de la madera en una manifestación y vea venir las hostias sobre mi cabeza, me diré: el dolor es subjetivo.
Cuando otra chica entre en mi vida como un elefante en una cacharrería, que es como entran todas, y me entre el pánico y las ganas de salir corriendo, le preguntaré si, como todas las veces anteriores, me va a doler. Y espero que ella diga algo así: no preguntes si duele, porque el dolor, como el amor, el arte y la tontería, es subjetivo.